La indignidad en moto
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24-03-2014
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La
ley ha dejado de existir para la policía
La
indignidad en moto
A
los agricultores Juan Antonio y María, los padres de Eli,
que
tuvieron la dignidad de venir caminando de Córdoba a Madrid
Ayer
[por el sábado] presencié un atropello. Un motorista arrolló a un
ciudadano en un paso de peatones, arrojándole al suelo (no llegó a
pasarle por encima), e inmediatamente aceleró para perderse en la
lejanía. Su compañero, que pasó a pocos segundos después, también
pasó de largo acelerando. Decenas de policías contemplaron el
suceso impasibles, sonrientes a veces. ¿Cómo es posible? La
explicación es aún más chocante para un ciudadano bienpensante:
porque ambos motoristas eran policías municipales de Madrid, y el
contexto, los minutos posteriores al 22-M. Empecemos por el
principio.
Durante
la jornada de ayer, no menos de un millón de personas nos
desplazamos a Madrid a reclamar una salida justa a la crisis, para
que no la paguen los de siempre. Cientos de miles de personas
colapsaron el Paseo de la Castellana y el del Prado, de Atocha a
Colón. Todos a cara descubierta, en ambiente casi festivo, con niños
correteando y personas mayores llorando de emoción. Mi amigo, el
periodista Alejandro Mora, me hace una observación inteligente: “¿te
das cuenta de que hay 1.700 agentes guardando el Congreso y la sede
del PP, y en la Biblioteca Nacional no hay un triste bedel?”. Es
cierto. Un millón de los que el gobierno llama “radicales” está
pasando junto a nuestro mayor tesoro cultural, con las puertas de su
jardín de par en par, y la trata con veneración. Juan Antonio añade
inteligentemente: “el enemigo del pueblo no es la cultura, son los
políticos”.
Una
de las personas que estaban en el 22M era mi admirable amigo Javier
Couso, un hombre que ha dedicado su vida a hacer justicia por el
atentado que sufrió su hermano, el cámara de Telecinco asesinado
por un misil norteamericano José
Couso.
Una de las incontables lecciones que nos ha enseñado, y explicación
de fondo de los motivos de la muerte de su hermano, tiene que ver con
la relación entre la verdad y el poder, con la función de los
medios de comunicación para revelar o esconder la violencia contra
el pueblo. “Fue la lección que aprendieron los americanos de la
Guerra de Vietnam” – suele explicarnos en sus conferencias- “y
desde entonces los poderosos han ido aprendiendo a controlar la
información que llega a la sociedad”. Volviendo ayer de Madrid y
revisando las cabeceras digitales, volvía a mi cabeza su lección.
A
pesar de las evidencias
fotográficas,
que muestran una movilización no inferior al millón de personas, el
supuesto diario progresista El País nos hablaba de 50.000 personas
en las marchas. Un buen motivo para llamarlo, como hace mi querido
maestro Salvador López Arnal, el “diario global-imperial”. El
mismo diario destaca que “los manifestantes llegados a pie no
superaban los 2.000”. ¿Les parece poco? Tengamos en cuenta que la
planificación inicial se realizó para que partieran 50 personas por
marcha, ni uno más. Recordemos que es preciso ofrecer alojamiento a
los marchantes (siempre en
suelos de polideportivos,
excepto cuando personajes como Ana Botella lo
impedían),
garantizar una alimentación (bocadillos o sopas que hacían los
vecinos de cada pueblo por el que fueron pasando las marchas),
asegurar unas mínimas garantías de salud… Por ello la
organización se esforzó en que la mayoría de las personas se
concentraran en acudir a la convocatoria del mismo 22 de Marzo, y no
tanto en las Marchas. Sólo el exceso de compromiso (perdón por el
oxímoron) ha provocado que la gente se saltara los requerimientos de
la organización y se alcanzaran más de 2.000 personas caminando en
la carretera. Y yo me pregunto, ¿qué necesidad de ofrecer esta
cifra con ese tufo a desprecio de El
País?
¿El número invalidaría en algo la justicia de sus
reivindicaciones? ¿A alguien, al contemplar Il
quarto stato
de Pellizza da Volpedo, se le ocurriría exclamar “no sobrepasaban
los cincuenta”?
En
todo caso, mi principal motivo de preocupación no es la guerra de
cifras y desinformaciones en torno al 22M. Lo que me ha descorazonado
ha sido la increíble ausencia de un tratamiento informativo acerca
de la brutal escalada represiva que se vivió ayer en la ciudad de
Madrid, con contadas excepciones, como
la del diario en que nos encontramos.
Todos los medios coinciden en señalar que hay 50 policías heridos
(más tarde se ha precisado que se trata de heridas leves). Trataré
de exponer la visión de los hechos como los vivimos el pequeño
grupo con el que me encontraba: un jardinero jubilado, un abogado
padre de familia, una estudiante y yo.
Al
finalizar el acto central del 22M, y tras escuchar a los oradores de
las distintas regiones y sectores profesionales participantes en la
movilización, una orquesta ejecutó magistralmente desde el
escenario la bellísima novena sinfonía de Beethoven. Durante la
ejecución de la obra, poco antes de las 20:30 h., comenzamos a
escuchar disparos de proyectiles de goma policiales desde muy lejos,
procedentes de la Calle Génova, lugar de la sede del Partido Popular
y situada inmediatamente detrás de la Plaza de Colón, donde nos
encontrábamos. Creíamos confiados que las cargas no llegarían. Si
el sentido común dicta que el origen de las mismas debe hallarse en
alguna provocación aislada, la misma lógica nos dice que
difícilmente podrán cargar contra el público de Colón, tan lejano
a cualquier contingente policial y afanado en disfrutar del genio de
Bonn entre llamadas de teléfono de personas que trataban de
dirigirse a los autobuses de vuelta a sus ciudades. Sin embargo, a
medida que el concierto avanzaba, las cargas descendían por Génova
en nuestra dirección. Dos piezas después, la orquesta interpretó
el Himno a la Libertad de Labordeta, y no faltamos quienes comenzamos
a corear. Triste ironía: este himno fue la banda sonora de los
primeros golpes de porra y proyectiles de goma que llegaron a Colón,
primero detrás de la estatua, después avanzando hacia el escenario
por el sur, tomando la esquina con Goya.
El
caos se produjo instantáneamente. Personas y pancartas volaban.
Activistas de la PAH, bomberos “quemados” con los recortes,
jornaleros sin tierra, trabajadores de Coca-Cola despedidos,
profesores de la Marea Verde, mineros asturianos, todos corrían de
un lado a otro mientras los músicos continuaban tocando, como una
versión de Tarantino de la orquesta del Titanic. Los primeros en
salir son los padres de niños pequeños, con sus hijos llorando en
brazos. Las personas mayores se resisten más a abandonar, a pesar de
nuestra insistencia: “mucho hambre he pasado yo para que me echen
éstos ahora a mí”, nos dice una octogenaria de Carabanchel. Un
cura obrero se encuentra en primera fila ante los antidisturbios,
tratando de separarlos de los manifestantes. Sólo repetía
“animales, son unos animales”. Pienso en Mamen Domínguez,
profesora universitaria y miembro de la Marea Verde, que está
embarazada y se encontraba en la movilización. ¿Estará bien? ¿Qué
ocurre si le alcanza una pelota? Entre el desorden encontramos a otro
gran maestro, el Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad
Complutense de Madrid Jorge Fonseca, quien tan bien conoció la
represión por la dictadura de su patria natal Argentina, tratando de
documentar las cargas con el móvil. Diego Cañamero, que no es
ningún novato en la represión policial, observaba con los ojos como
platos el espectáculo. También José Coy, el murciano que logró
una dación en pago tras una huelga de hambre en su parroquia y ahora
ha sido uno de los principales impulsores de la Columna del Levante.
Alguien nos dice que Cristina Cifuentes ya advirtió que haría
cumplir la ley. Desde el escenario, alguien le recuerda: “le
recordamos a la policía que están irrumpiendo en un acto
perfectamente legalizado que aún no ha finalizado”. En ese momento
comprendemos lo obvio: la ley ha dejado de existir para la policía.
Tras
su irrupción en Colón, los antidisturbios continúan cargando tanto
hacia el Paseo de la Castellana como hacia el Paseo del Prado.
Conscientes de nuestra inseguridad física y jurídica, y con la
intención de alcanzar nuestros autobuses, bordeamos los Jardines del
Descubrimiento, entre furgones de antidisturbios que nos observan con
chulería y poses rocambolescas, que parecen sacadas de alguna
película. Bromeamos: “si parecen Robocop”. Giran la cabeza hacia
nosotros, y nos damos cuenta de que alguien tan ridículo no tiene
reparos en abrirte la cabeza.
En
este contexto sucede el hecho que da título a este artículo. Una
nueva carga, ahora en la Plaza de Alcalá, nos obliga a apretar el
paso: muchos ciudadanos corren descontroladamente. Doblamos la
esquina y un joven asustado cruza el paso de peatones, con el
semáforo aún en rojo. Es arrollado por la motocicleta de un policía
municipal madrileño, que le derriba al suelo. La velocidad no es
inferior a 80 km/h. El horror nos acongoja: el policía no se ha
detenido, sino que ha acelerado y desaparece por la Calle Alfonso
XIII. Otro policía motorizado aparece detrás: tampoco se detiene.
Los nacionales observan impasibles. El horror nos hace gritar:
“asesino, asesino”. Un ciudadano (figurará seguramente en las
listas de radicales) da a nuestra indignación un uso práctico, y ha
alcanzado a darle una patada a la parte trasera de la segunda moto en
plena marcha, logrando desvencijar una pieza de plástico. Ojalá en
el oscuro departamento donde se diseñen los presupuestos de los
antidisturbios, alguien concluya que los 300 € del arreglo bien se
podrían haber ahorrado si los agentes no atropellaran impunemente a
ciudadanos. No espero una lógica más humana a estas alturas.
En
otra rotonda, en lo que hace unos minutos era una apacible terraza,
dos chicas yacen en el suelo, esposadas boca abajo, con sendos
agentes sobre ellas. Después de lo visto, no podemos evitar
pararnos. El dueño del local sale por la puerta a exigir a los
antidisturbios tranquilidad. Éstos lo meten a empujones con sus
escudos, e irrumpen en el local porra en alto, ante los gritos de las
camareras y los clientes arrinconándose. Mientras tanto, en la
terraza, otros cuatro antidisturbios guardan su extraño castillo
imaginario. Un hombre a mi derecha no puede evitar gritar: “¡pero
si somos personas!”. Uno de los antidisturbios saca su porra y
golpea con todas sus fuerzas una mesa de la terraza, provocando un
ruido atronador. Estamos a un metro exacto de distancia. El siguiente
golpe será para nosotros. Nos alejamos aparentando tranquilidad:
otros 30 antidisturbios están tomando el resto de la acera y nos
observan.
Al
llegar a Atocha, comprobamos que está desolada. 30 furgones
policiales desvanecen mi secreto deseo de comerme un bocadillo de
calamares en El Brillante. Escuchamos cargas en dos direcciones. Los
500 autobuses de Andalucía se encuentran en fila y los pasajeros
protestan a los policías, que n les dejan acceder a los mismos. Un
jornalero con chispa le dice “te cambiaba la porra por un azadón a
ver si ibas a aguantar”. Mientras, un municipal informa a un
taxista como quien comenta el partido: “hay una sentada ahí detrás
y están dando palos”.
Cada
esquina, cada rotonda, cada calle del centro de Madrid ha sido tomada
por 1.700 antidisturbios protegidos por un Gobierno que asegura que
los radicales han tomado Madrid.
Me
recuerda a un pensamiento que me asaltó cuando los Guardias Civiles
entraron a revisar nuestro autobús diciendo “éste es un control
para ver si hay armas en el vehículo”. Sólo se me ocurría
pensar: “pues las tres vuestras”. De la misma manera, 1.700
radicales tomaron ayer Madrid, montados en furgones policiales y
pertrechados con armas que pagamos todos, a sueldo de los españoles
y bajo mandato de quienes nos roban.
El
objetivo político se ha logrado: sobre una movilización de un
millón de personas, familiar y pacífica, los telediarios hablan de
violencia y disturbios. En los próximos días contemplaremos un
duelo entre dos versiones de lo sucedido. Una será la de los medios
de comunicación. Otra, la del millón de personas que estuvo allí y
lo podrá contar, en directo a sus vecinos, o a través de las redes
sociales. De la credibilidad que como sociedad otorgamos a una u otra
versión dependerá el futuro que tendrá la democracia.
La
luz del día
después
de un estallido
penetrará
al
fin
en
esta oscuridad.
(Poema,
probablemente de Shelley, que el filósofo Manuel Sacristán encontró
arañado con uñas en un calabozo durante el franquismo).
Rebelión
ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una
licencia
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respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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