No hubo una sola COPEL, sino tantas como cárceles donde hubiera presos identificados con estas siglas”
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08-05-2014
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Entrevista
a César Lorenzo Rubio sobre Cárceles
en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición
(II)
“No
hubo una sola COPEL, sino tantas como cárceles donde hubiera presos
identificados con estas siglas”
Papeles
de relaciones ecosociales y cambio global
Doctor
en Historia por la UB, autor de diversos artículos y ensayos
dedicados a explorar la relación entre prisión y movimientos
sociales, César Lorenzo Rubio ha participado, junto al resto de
miembros del Grupo de Estudio sobre la Historia de la Prisión y las
Instituciones Punitivas, en la obra colectiva El
siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España
del siglo XX.
Nuestra
conversación [*] se ha centrado en su última obra: Cárceles
en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición
(Barcelona,
Virus, 2013), con prólogo de Daniel Pont Martín.
***
Estábamos
en los presos de ETA. ¿Han mantenido relaciones con el movimiento de
los presos sociales?
En
general, no demasiadas. Como el resto de organizaciones fuertemente
jerarquizadas, los presos de ETA manifestaron hacia los comunes un
cierto desdén y rechazo por su falta de educación y sus modales.
Los presos políticos, no importa de la organización o la ideología
que sean, desarrollan estrategias de resistencia al proceso de
prisionización (adopción de roles propios de la prisión) que no
son capaces de desarrollar los comunes, debido a su falta de
preparación intelectual y política. Pero sobre este fondo
mayoritario, es cierto que hubo casos de buenas relaciones a nivel
individual. Es muy difícil generalizar porque dependió mucho de las
condiciones de reclusión (régimen interno más o menos duro), la
época, la filiación política de los presos, su edad,
predisposición, etc.
Habla
usted de movimiento de presos sociales pero, a veces, leyéndole, uno
piensa más bien en movimientos, en plural. ¿Es así o es una
lectura deficiente por mi parte?
No
es una mala interpretación: ambas situaciones son coetáneas y
paralelas. Me refiero a movimiento, en singular, porque los elementos
en común priman, creo, sobre las diferentes tendencias internas. Y
también, por supuesto, para dignificarlo a nivel histórico y
sociológico, y situarlo en la categoría analítica que considero
que merece. Pero una vez dicho esto, hay que subrayar que hubo
diferentes estrategias para lograr un mismo fin: unos eran más
favorables al diálogo y al pacto, y otros presos eran partidarios de
no dar ninguna tregua al Estado. Las dificultades para establecer
comunicaciones fluidas y fidedignas entre las prisiones determinaron
que en algunos momentos los presos de cada una hicieran la guerra por
su cuenta. Yo mismo he escrito que a partir de mediados de 1978 no
hubo una sola COPEL, sino tantas, como cárceles donde hubiera presos
identificados con estas siglas. Y otro tanto puede decirse de los
grupos de apoyo en la calle, heterogéneos por definición, y no
siempre concordantes en sus posiciones con lo que los presos
defendían. Para acabar de complicarlo todo, a principios de los años
ochenta, con la irrupción de la heroína, la unidad se va al traste
definitivamente, pero aún se logran articular algunas acciones, como
huelgas de hambre, que aglutinan a miles de presos en diferentes
prisiones del Estado. Nada es blanco o negro.
Le
pregunto más tarde sobre la heroína. Le cito un autor, un filósofo
francés más que conocido y reconocido por muchos, Michel Foucault.
Usted, por supuesto, lo cita en varias ocasiones. ¿Tuvieron sus
ideas influencia en el movimiento? ¿Qué ideas? ¿Cómo penetraron
en el movimiento de los presos?
La
influencia de Foucault en la España de la Transición fue muy
destacada; daría para todo un libro (de hecho, ya está
magníficamente escrito por Valentín Galván: De vagos y maleantes.
Michel Foucault en España). Toda la crítica a las instituciones de
control social dentro de la que se encuadró la lucha contra las
prisiones (junto a manicomios, cuarteles, hospitales, etc.) le debe
mucho al filósofo francés, y en particular a su obra Vigilar y
castigar, que acababa de publicarse. Aunque su influencia no fue
tanto sobre los presos, que no tenían acceso material ni eran
capaces de entender sus claves, como sobre los intelectuales que les
dieron públicamente su respaldo desde las páginas de los medios de
comunicación, y algunos miembros de colectivos de apoyo en la calle.
Y no sólo este libro: la recopilación de testimonios y la denuncia
enérgica de las condiciones de vida entre rejas que Foucault llevó
a cabo al fundar el GIP (Group d’Information sur les Prisons),
sirvió de modelo para que otros grupos de intelectuales españoles
(Fernando Savater, José Luís López-Aranguren, Agustín García
Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio...) se decidieran a crear la
Asociación para el Estudio de los problemas de los Presos, (AEPPE).
Sin embargo, pese al entusiasmo inicial, su trayectoria fue breve.
Un
nombre, Carlos García Valdés. ¿Puede hacer usted un balance de su
trayectoria y actuación?
En
1978 Carlos García Valdés era un joven abogado de intachable
currículo antifranquista y demócrata, profesor universitario en
ciernes y buen conocedor del sistema penitenciario de la dictadura.
Tras el asesinato del que entonces era director general de
Instituciones Penitenciarias, García Valdés fue nombrado su
sustituto, con el encargo específico de pacificar las prisiones y
emprender la reforma urgente del sistema. Lo que sucedió entonces, a
mi parecer, es que se vio desbordado por la situación: no sólo por
la determinación de los presos de no cejar en sus demandas, también,
muy especialmente, por las resistencias de una parte muy importante
de los funcionarios de prisiones, que no estaban dispuestos a cambiar
su forma de gobernar las cárceles. Ante la persistencia de protestas
y fugas, menos de tres meses después de jurar el cargo, empezó a
emplear métodos cada vez más excepcionales y drásticos para
imponer el orden, dejando a un lado el talante dialogante de que
había hecho gala en un primer momento, mientras acababa el redactado
de la que se convertiría en la futura Ley General Penitenciaria.
Para el penitenciarismo oficial, García Valdés es el padre del
modelo de prisión vigente en España desde 1979; mi opinión, sin
negarle ese carácter, difiere en cuanto a los métodos y los
logros.
¿Es
mucho más crítico? ¿Sus logros no son tan estimables?
Obviamente
soy crítico, como historiador, con la actuación de García Valdés
al frente de la Dirección General. Si se comparan sus declaraciones
referentes al movimiento de presos, antes y después de acceder al
cargo, no parecen haber sido pronunciadas por la misma persona. Y no
soy el primero: desde sectores progresistas, entre los que García
Valdés disfrutaba de buena prensa -aunque nunca fuese un
abolicionista radical- se esperaba mucho de él y la decepción fue
muy considerable en lo que respecta a la pacificación manu militari
de las prisiones. Sobre la calidad o la novedad de la Ley
Penitenciaria, no puedo opinar con tanta rotundidad. Se trata de una
norma en sintonía con otras europeas anteriores o coetáneas, junto
con las que forma parte del movimiento de reforma penitenciaria
posterior a la II Guerra Mundial, y como aquellas, presenta
importantes avances respecto a la situación anterior en lo que a
derechos de los reclusos se refiere y orientación hacia la
reinserción a través del tratamiento; pero también introduce
mecanismos de control excepcionales, como el conocido art. 10, que
establece la existencia de departamentos especiales de régimen
cerrado, caracterizados por una enorme restricción de movimientos y
derechos. En todo caso, la ley presenta aspectos positivos y
negativos, pero los posteriores Reglamentos de 1981 y 1996, así como
una larga de lista de disposiciones menores –y la dura realidad,
marcada por la falta de presupuestos, la masificación, etc.- la han
desvirtuado bastante. Tanto es así, que un especialista en el tema
como César Manzanos ha llegado a afirmar, y creo que no va errado,
que “hacer hoy que se cumplan escrupulosamente los artículos
contenidos en dicha ley posiblemente supondría la inmediata
abolición de la gran mayoría de las estructuras carcelarias
existentes”.
¿Cuántos
presos sociales había en 1975? ¿Cuántos en la actualidad? ¿Qué
ha pasado en estos cuarenta años?
En
1978, tras los indultos y amnistías, la población penitenciaria se
redujo a unas 10.000 personas presas. Desde entonces no ha parado de
aumentar. En 1980 ya eran 18.000, 33.000 en 1990. El incremento en
esas década estuvo marcado por la alarma social (fomentada por
determinados medios de comunicación con fines políticos) que generó
el nuevo tipo de delincuencia ligada al consumo de drogas. En 1995,
cuando se aprobó el nuevo Código Penal, eran 45.000, y salvo los
primeros años de estancamiento, su impacto fue brutal. Del año 2000
al 2005 aumentaron en 15.000 presos, y los 5 años siguientes volvió
a aumentar en la misma cantidad, hasta tocar techo en 2010 con 76.000
personas entre rejas. En la actualidad, la expulsión de extranjeros
a sus países ha reducido levemente la cifra.
Su
libro está prologado por Daniel Pont Martín. ¿Quién fue, quien es
Daniel Pont Martín?
Daniel
Pont fue uno de los miembros más activos de la COPEL. Estuvo
presente en su fundación a finales de 1976, participó en muchas de
las acciones de protesta que tuvieron lugar en las prisiones en que
estuvo, y llegó a ejercer de portavoz de la misma en el transcurso
de una visita del director general de Instituciones Penitenciarias al
Penal de El Dueso, donde estaban recluidos la mayoría de sus
miembros más activos. Contar con su testimonio y el del resto de ex
miembros de COPEL que he podido localizar ha resultado fundamental
para poder reconstruir la historia de los hechos. Por otra parte,
treinta y cinco años después, siguen reivindicándose víctimas de
la dictadura y marginados por las leyes de amnistía, ya que todos
ellos pasaron varios años en prisión por la aplicación de la Ley
de Peligrosidad Social.
¿Cómo
ha reaccionado la izquierda, en un sentido amplio de la noción, ante
el movimiento o movimientos de los presos a lo largo de los años?
¿Han aprendido, han ido matizando sus posiciones? En el prólogo,
Daniel Pont no habla con mucho entusiasmo de estas fuerzas.
La
relación de la izquierda con el sistema penitenciario ha variado a
lo largo del tiempo, y no ha sido igual para todos los partidos. A
los partidos a la izquierda del PCE ya me he referido anteriormente.
El Partido Comunista, desde luego, no se implicó lo más mínimo
durante los primeros meses del movimiento liderado por COPEL. Aunque
en el Parlamento, durante la tramitación de la Ley Penitenciaria,
sus senadores sí elevaron diversas propuestas a favor de la libertad
de asociación de los reclusos y un mayor control judicial sobre la
administración, que fueron rechazadas por la mayoría parlamentaria.
El PSOE, desde la oposición, a principios de los años ochenta, se
mostró comprensivo con la situación de dejadez y malas condiciones
que soportaban una gran parte de reclusos, y fruto de esta postura
emprendió lo que se conoció como “minirreforma” penal. Pero las
tornas cambiaron antes de acabar la primera legislatura socialista,
cuando una “contrarreforma” volvió a endurecer les leyes.
Una
década más tarde, el llamado Código Penal de la democracia, que
resultaba más duro que el anterior de época franquista, al eliminar
la redención de penas por el trabajo, fue aprobado por todos los
partidos políticos, salvo el PP, que lo consideraba demasiado laxo.
Durante su tramitación se rebajaron algunas penas y se
despenalizaron ciertas prácticas, es cierto, pero también se dieron
muestras paradójicas del abuso del Derecho Penal para solucionar
problemas de otra índole. Por ejemplo, López Garrido, entonces en
IU, se jactó de reclamar más dureza contra delitos contra el medio
ambiente. No pongo en duda la necesidad de su protección, pero, ¿es
el Código Penal la herramienta más adecuada? En los últimos años,
el PSOE ha hecho un seguidismo fiel del PP en materia penal y sólo
algunos parlamentarios de grupos minoritarios a su izquierda han
señalado lo peligroso de esta deriva punitiva que contempla la
cárcel como la solución a todos los problemas, aumentando, reforma
tras reforma, la duración de las penas y restringiendo los
beneficios penitenciarios.
Creo
que en el libro no se acaba de pronunciar, le pregunto ahora. Las
drogas, la heroína más en concreto, que arrasaron barrios obreros y
populares en años ochenta y noventa, ¿pudieron ser introducidas,
permitidas o agitadas por las fuerzas policiales y de orden del
Estado?
Esa
es una teoría que ha circulado ampliamente entre sectores de la
izquierda, particularmente en Euskadi. Parece más que plausible que
así fuera, ya que su irrupción masiva a finales de los años
setenta acabó por rematar la desmovilización de una parte
importante de la juventud, que hasta entonces había estado muy
implicada políticamente. Sin embargo, un especialista del tema como
Juan Carlos Usó, se muestra crítico con los intentos de reducir un
fenómeno tan complejo a una explicación unicausal, de tintes
conspirativos. En prisión la droga entró como prolongación natural
del consumo en los barrios populares: ¿hubo complicidad de
funcionarios y policías? Sin duda alguna en numerosos casos, como
demuestran las denuncias; en otros, incapacidad de poner coto a su
consumo debido a la precariedad de medios y escasez de efectivos
humanos frente a la creciente masificación de las prisiones. No creo
que se pueda despachar este proceso en una afirmación rotunda, sin
matices, pero lo cierto es que la droga acabó con la efímera
solidaridad lograda y marcó a fuego los barrios populares y las
prisiones durante más de una década.
Describe
usted con emotividad la muerte de Agustín Rueda. Nos puede recordar
quién era Agustín Rueda. ¿Qué pasó?
Agustín
Rueda fue un joven anarquista de Sallent (comarca del Berguedà,
Barcelona) que fue detenido por su implicación en los grupos
autónomos de signo libertario que operaban entre Cataluña y el sur
de Francia. Desde el primer momento se posicionó a favor de las
luchas de los presos sociales y participó junto a éstos en algunas
acciones de protesta. En marzo de 1978 en Carabanchel, lo
descubrieron cavando un túnel y por ello fue salvajemente torturado
hasta que murió poco después en la propia prisión sin recibir la
debida atención médica. Su muerte, que intentó ocultarse, se
convirtió en todo un símbolo del estado de dejadez de las prisiones
y la demostración incontestable del abuso de la mano dura entre
rejas. Mientras que el proceso judicial a los funcionarios, que se
demoró una década y acabó con penas mínimas para los numerosos
implicados, fue una demostración de la ausencia de depuración
alguna en la magistratura y la indulgencia hacia estas prácticas.
Abre
su libro con una cita anónima de 1977: “En cada una de nuestras
lágrimas sorbidas está presente el mar que
inundará
la historia”. Me gustaría preguntarle por ella.
Cuando
quiera.
[*]
La primera parte de esta conversación puede verse en
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=183743
Salvador
López Arnal es nieto del obrero cenetista asesinado en el Camp de
Bota de Barcelona en mayo de 1939 –delito: “rebelión”- José
Arnal Cerezuela.
Rebelión
ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una
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