Con ánimo de ofender de Arturo Pérez Reverte

 Los dos abueletes


Tengo unos vecinos que se llaman Luisa y Pepe. Son unos viejecitos encantadores, sin hijos, cerca ya de los ochenta. Luisa es una señora de pelo blanco, menuda, siempre sonriente, educadísima, a la que uno se encuentra por el campo paseando a su perra__ una salchicha de pelo duro andarina y apacible__, o muy precavida al volante del coche, yendo a hacer la compra o a buscar los periódicos. Porque Pepe, el marido, no conduce. Está hecho polvo, y los años se notan. Es un gallego muy flaco, alto, de cabello abundante y canoso, que sale con zuecos de madera a tomar el sol. Como pareja es una más de las insólitas que conozco. Porque Luisa es catedrática jubilada de Filosofía, y Pepe es teniente jubilado de la Guardia Civil.
          Se conocieron en una residencia de abueletes. Pepe, viudo, quedó fascinado por los ojos azules, la vivacidad y la ternura de aquella simpática viejecita soltera, que había dedicado su vida a las lenguas clásicas y seguía desayunándose con Jenofonte y cenando con Apolonio de Rodas. Pepe no era demasiado instruido, pero a Luisa le sedujo su delgadez, la bondad de su honrado corazón celta, la sencillez con que contaba fragmentos de su vida de hombre de acción: La guerra civil de marinero en el Canarias, la difícil posguerra, la larga carrera desde abajo, como picoleto chusquero, hasta retirarse como jefe de puesto, con el grado de teniente. Se quedaban charlando hasta las tantas, iban siempre juntos a todas partes, y ocurrió lo que tenia que ocurrir: que se enamoraron como dos zagales. Así que tras darle vueltas al asunto, decidieron casarse, dejar la residencia y buscar una casa en la sierra de Madrid.
          Y aquí siguen. Ella con sus trabajos filosóficos, sus monografías y sus libros: amor omnibus idem y todo lo demás. El cultiva el jardín y da cortos paseos al sol cuando de lo permite la salud, que ahora es muy mala. No soy nada inclinado a la vida social, y hay vecinos que saludo desde hace quince años sin saber todavía como se llaman. Ni falta que me hace. Pero Luisa y Pepe me caen tan bien que siempre charlo un rato, me intereso por los trabajos de ella y le pregunto a él los años de su juventud, aquel bombardeo atrapado en un pañol del Canarias, o cuando andaba por la sierra con zamarra, boina y naranjero, combatiendo al maquis. Fue la época más dura de su vida: monte, nieve, escaramuzas y peligro, donde a veces el cazador se convertía en cazado. Como quienes lo han vivido de verdad, Pepe sabe hablar del miedo y del sufrimiento con naturalidad, sin darles más importancia que la vida tiene como parte de la vida. Lo del maquis fue su gesta personal; le gusta recordar, y siempre detecto en su voz admiración por el coraje de los hombres y mujeres contra los que combatió. Cuando encuentro libros sobre esa época se los regalo, y él los lee__aunque cada vez le cuesta y tarda más__y luego me comenta: La sierra en llamas, de Ángel Ruiz Ayúcar. La luna de lobos de Julio Llamazares. Maquis de Alfons Cervera.
           Los dos viejecitos viven solos, y todo el mundo los conoce y aprecia en el lugar donde la gente hace vida a su aire i se preocupa poco de los otros. Tal vez por eso me gusta este sitio: porque hay silencio, y, si no das confianza nadie viene a pedirte sal ni a invitarte a una barbacoa. Aquí te puedes morir tranquilo, sin pelmazos ni visitas. Hasta don José, el páter, a quien a veces encuentro comprando el pan y charlamos sobre escribas y fariseos, sólo acude a darte los óleos si los pides con mucha urgencia. Sin embargo, la otra noche ocurrió algo especial, estaba leyendo en el jardín cuando oí la sirena de una ambulancia, que al parecer se había detenido frente a la casa de los ancianos. Salí a toda prisa, pensando en la mala salud de él, en la soledad de ella.Y para mi sorpresa, comprobé que todos los vecinos, absolutamente todos, se habían congregado allí dispuestos a echar una mano. Por suerte no era Pepe; la ambulancia estaba detenida en la casa de al lado. Entonces nos miramos unos a otros, sorprendidos confusos, arrancados de pronto de nuestro egoísmo natural, a nuestra reserva. Por un instante nos vimos con un aspecto mejor, o diferente. Luego, un poco avergonzados, nos saludamos en voz baja y regresamos despacio cada mochuelo a su olivo. La luz de las ambulancia seguía lanzando destellos ante la casa de más allá. Pero Pepe y Luisa estaban bien, y ésa era la historia. 






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