Odio a los indiferentes de Antonio Gramsci
Antonio Gramsci, (Abas, 22 de gener de 1891 - Roma, 27 d'abril de 1937), escriptor, polític i filòsof italià d'origen sard.
Odio a los
indiferentes. Creo que “vivir significa tomar partido”. No pueden
existir quienes sean
solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no
puede no ser ciudadano,
no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es
cobardía, no es
vida. Por eso odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso
muerto de la historia. Es
la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a
se ahogan
los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la
defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de
sus guerreros, que se
traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en
ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica. La
indiferencia opera con fuerza en
la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se
puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los
planes
mejor elaborados,
es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que
sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto
heroico (de valor
universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los
pocos que trabajan
como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre
no ocurre tanto
porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa
de
los hombres abdica
de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego
sólo la espada
puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta
podrá
derogar, dejar
subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá
derrocar.
La fatalidad que
parece dominar la historia no es otra que la apariencia ilusoria de
esta
indiferencia, de
este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas
manos, sin ningún
tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa
ignora, porque no
se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según
visiones estrechas,
objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de
pequeños grupos
activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero
los hechos que han
madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a
buen término: y
entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos,
parece
que la historia no
sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un
terremoto, del que
son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía
y
quien no lo sabía,
quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se
irrita, querría
escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que el no
quería, que
el no es el
responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen
obscenamente, pero
nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi
deber, si hubiera
tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo
que
pasó? Pero nadie o
muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no
haber ofrecido sus
manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente
para evitar ese
mal, combatían, proponiéndose procurar un bien. La mayoría de
ellos,
sin embargo,
pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los
ideales, d
programas
definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares. Recomienzan
así su
rechazo de
cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y
que a
veces no sean
capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas más
urgentes
o que, si bien
requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente
urgentes. Pero estas
soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la
vida colectiva no
está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad
intelectual, no de
un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos
activos en la vida,
que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.
Odio a los
indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos
inocentes.
Pido cuentas a cada
uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha
dado y le da todos
los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho.
Y siento que puedo
ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no
tengo que compartir
con ellos mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia
viril de los míos
latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en
ella
la cadena social no
pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar,
a la fatalidad, sino
a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando
por la ventana
mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y
el que
aun hoy está en la
ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las
actividades de los
pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado,
al desangrado,
porque ha fallado en su intento.
Vivo, soy partisano.
Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los
indiferentes.
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