El aprendiz de los poetas difuntos







         Cuaderno de otoño

         El aprendiz de los poetas difuntos de Marcos González Sedano




            Los dos elegistéis la misma vía, el mismo tren, la misma arma. Y llegastéis a mí de nuevo a través de un tiempo ya inexistente. Como si el Mihrab no solo fuera una puerta de partida.

            Cuando vi el Jarrón de las Gacelas no encontré en él el barro que yace en la tierra. Fueron las manos del alfarero que lo moldeó, los pinceles de los artistas que lo decoraron y los dedos quemados del alcaller que lo metió en el horno, los que vinieron a mi memoria.

…les robaremos la palabra.
            El viejo catedrático, el padre de la antropología andaluza, explicaba aquella mañana de lluvia cómo se le roba el alma a un pueblo. Sentí tanta congoja que me acerqué a una ferretería a comprar una caja fuerte.

            Fui para vosotros en ese instante el niño que busca el rumor de la fuente, el olor a castañas, el bullicio de la gente. Os llevé sin saberlo al último lugar donde te encontré a ti, poeta. Os hice de llave para entrar en aquel momento.

           Cuando vi la estela funeraria de Yusuf III no hallé la tosca roca traída de Macael, sino el conocimiento del escultor que desbastó la piedra, que pulió el mármol, que talló en ella un cinturón de doble vuelta con los versos que la decoran.  

            Al explicarle al dependiente de la quincallería lo que me traía me señaló un televisor de cuarenta y cuatro pulgadas que adornaba el centro del establecimiento. Le dije que me lo envolviera.

          La librería con sabor a libros viejos y usados estaba vacía y, sólo, el librero me esperaba. Alguien le había anunciado mi llegada.

           Cuando vi las dos obras, fruto del sudor y del saber, hallé en ellas algo propio y el espíritu de los hombres que después de siglos siguen llamando a nuestras puertas.

          Le pregunté por el poeta Javier Egea y me dijo que te habías marchado. Le pregunté por Luisito y por Álvaro, y me dijo que se encontraban de viaje. Le pregunté por la poesía y me respondió  que sólo tenía un libro. Esa, esa era la trampa.

         Al sorprenderme mi vecina subiendo las escaleras con el televisor debajo del brazo, me espetó: "Vecino, ¿es de plasma?". "No, señora, de almas, de once millones de almas", le dije. Acto seguido cerró la puerta delante de sus narices.

           Al ponerlo en mis manos lo abrí por la primera página. En ella habías escrito tu nombre, un mes, un año y la ciudad a la que amamos. Tres décadas después me regalas aquel libro, impregnado de ti, cuando la tierra hace tiempo que te dio cama. Y es que no se puede salir de paseo con los ausentes el día de los difuntos.

            Coloqué el televisor en el sitio predominante del salón. Cuando encendí el aparato, un señor alto y con bigote jugaba con niños viejos y con viejos, viejos que a carcajadas desdentadas muequeaban las gracietas del presentador. Entonces entendí lo que quería explicarnos el profesor. Desde aquel momento no veo la tele.

          Ellos ya nos han descubierto y saben que yo tampoco pertenezco a su tertulia. Cuando averigüe en qué habitación esconden los códigos del lenguaje, les robaremos la palabra.


                                                                                      Andalucía, otoño de 2012


                                                                                       Marcos González Sedano.

              

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